VOLVER A NO VER



Martín, era un alegre niño de 12 años que nació con ceguera, siempre había vivido en un mundo de sensaciones y sonidos. Conocía el olor del campo después de la lluvia, el tacto rugoso de la madera vieja, el calor del sol sobre su rostro. Pero había algo que le faltaba: saber cómo era el mundo que todos describían. Había escuchado a la gente hablar del azul del cielo, del rojo de los atardeceres, de la luz de las estrellas. Y aunque le maravillaba imaginarlo, también le llenaba de frustración no poder entenderlo.

Una noche, mientras el pueblo dormía, Martín sintió una presencia inusual. Un zumbido resonó en el aire, y una energía densa y cálida lo envolvió. Aunque no podía verlo, supo que algo —o alguien— estaba frente a él.

“¿Quién eres?” preguntó con voz temblorosa.

“Alguien que escucha los deseos de los que anhelan entender”, respondió una voz profunda que no venía de ningún lugar en particular. “Sé que deseas ver, Martín. Puedo concedertelo”.

Martín sintió cómo su corazón latía más rápido. Por fin, la oportunidad que había soñado toda su vida. Pero el tono de la voz era extraño, como si llevara consigo un aviso. “¿Por qué me ayudarías?”

“Porque tus ojos pueden abrirse, pero lo que verás no será lo que imaginas. Ver no siempre es un regalo. A veces, es un castigo”.

Martín dudó por un instante, pero el deseo de experimentar lo que otros veían lo empujó a aceptar. “Quiero ver. Pase lo que pase”.

El ser tocó sus párpados con algo frío y metálico. En ese instante, una explosión de luz llenó la mente de Martín. Parpadeó repetidamente hasta que, por primera vez, el mundo se desplegó ante él.

Primero vio el cielo, inmenso y profundo, con millas de estrellas brillando como promesas lejanas. Luego, el campo, verde y vivo, balanceándose con el viento. Su corazón se llenó de asombro y alegría.

Pero cuando su mirada se dirigió hacia el pueblo, el sueño se convirtió en pesadilla. Las calles que antes escuchaba llenas de risas estaban sucias y rotas. Vio a niños descalzos comiendo tierra, con juguetes rotos. Observó a hombres gritando y empujándose, a mujeres llorando en silencio. En cada esquina había rostros marcados por la amargura, la indiferencia y el cansancio.

“¿Esto es el mundo que quería ver?” preguntó Martín, su voz quebrada.

“Este es el mundo que existe. Tú solo lo imaginabas diferente”, respondió el ser. “La humanidad tiene ojos, pero los usa para juzgar, ignorar, discriminar y destruir. Su ceguera no está en su visión, sino en su incapacidad para mirar con el corazón.”

Martín comenzó a caminar por el pueblo, observando lo que antes solo escuchaba. Vio a un hombre pasar junto a un mendigo sin detenerse, a un grupo de niños riéndose y golpeando a uno más pequeño, a una mujer que cargaba sola con el peso del mundo mientras otros fingían no verla. El asombro inicial se convirtió en horror.

“Devuélveme mi ceguera”, rogó Martín al Ser, con lágrimas en los ojos. “Prefiero la oscuridad a vivir con estas imágenes grabadas en mi mente.”

El Ser permaneció inmóvil, su voz fría y sin compasión: “La ceguera que tenías no puede devolverse, Martín. Ahora conoces la verdad y deberás cargar con ella. Querías ver; ahora ves”.

Martín cayó de rodillas, mirando al suelo con ojos que ya no deseaba tener. “¿Por qué me diste este don si sabías que solo me traería sufrimiento?”

“Porque los deseos tienen consecuencias”, respondió el ser. “Pensaste que el problema estaba en no poder ver, pero ahora entiendes que la discapacidad verdadera no era tuya. Es de ellos, de los que ven y no actúan, de los que miran y eligen ignorar.”

Martín permaneció en silencio, temblando bajo el peso de lo que ahora sabía. Durante días vagó por el pueblo, observando cómo las personas continuaban con sus vidas, incapaces de ver su propia ceguera moral. Intentó hablar con ellos, intentar que miraran el mundo como él lo veía ahora, pero nadie escuchó. Sus palabras eran desechadas, su presencia ignorada.

Al final, comprendió que su nueva visión no lo hacía especial. Ahora era testigo de un mundo que no quería cambiar, atrapado entre su deseo de actuar y la indiferencia de los demás.

Una noche, Martín se sentó bajo el cielo y levantó la vista hacia las estrellas. Las mismas que antes le habían parecido promesas ahora eran solo manchas distantes, frías e inalcanzables. Con un susurro, dijo:

“Ver no sirve de nada si el mundo no tiene intención de cambiar. La oscuridad era un refugio, pero ahora sé que el verdadero infierno está en la luz”.

Y mientras el viento soplaba suavemente a su alrededor, Martín cerró los ojos, deseando, por última vez, volver a la oscuridad que lo había protegido. Una oscuridad que jamás regresaría.

Marciano Dovalina

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