La Mujer Inmóvil
En una calle olvidada de la ciudad, donde las sombras parecen susurrar secretos y los edificios se inclinan como si portaran el peso del mundo, yacía una figura solitaria. Era una mujer, envuelta en un abrigo que apenas disimulaba las cicatrices de su vida pasada. Su cuerpo, inmóvil y frágil, reposaba en el suelo frío, casi fusionándose con el gris del pavimento.
La gente pasaba junto a ella, un torrente constante de vidas que seguían adelante, indiferentes a la escena a sus pies. Sus pasos resonaban en el asfalto, un ritmo monótono y apresurado, ajeno al drama silencioso que se desarrollaba en su camino. Algunos rozaban su cuerpo con desprecio, otros incluso lo pisoteaban, pero nadie se detenía, nadie miraba hacia abajo. En su mundo apresurado, ella era solo una parte más del paisaje urbano, un obstáculo más en su camino.
A medida que el día se desvanecía y la noche comenzaba a tejer su manto oscuro sobre la ciudad, la mujer seguía allí, inalterada. Un farol cercano arrojaba una luz trémula sobre ella, creando sombras danzantes que jugaban sobre su rostro inerte. Su rostro, oculto parcialmente bajo mechones oscuros, mostraba un rastro de lo que alguna vez fue belleza, ahora marchitada por la dureza de la vida y el abandono.
¿Quién era ella? ¿Qué historias ocultaban esos ojos cerrados? Tal vez había sido una soñadora, una vez llena de esperanzas y sueños, antes de que la vida le arrebatara su sonrisa. Tal vez había amado y había sido amada, y había bailado bajo la luz de las estrellas antes de caer en este abismo de soledad y desesperación.
La noche avanzaba, y con ella llegaba un silencio más profundo. Las risas y conversaciones de los transeúntes se apagaban, dejando atrás un vacío lleno de preguntas sin respuesta. En su abandono, la mujer se convirtió en una figura casi etérea, un recuerdo de lo que alguna vez fue humano, una sombra de lo que alguna vez fue vida.
Pero incluso en medio de esta tristeza, había una belleza melancólica. Su presencia en esa calle olvidada se convirtió en un símbolo silencioso de resistencia, un recordatorio crudo de nuestra propia vulnerabilidad. En su inmovilidad, ella desafiaba al mundo que la había olvidado, un testigo mudo de la indiferencia humana.
Ella, en su quietud, parece un suspiro perdido en el viento, una nota triste en una sinfonía olvidada. En este rincón de la ciudad, el tiempo se detiene, y el dolor se vuelve eterno.
Y así, ella muerta, un espejo de nuestra propia soledad, un grito mudo que resuena en el vacío de nuestras almas. En su silencio, nos habla de dolor, de pérdida, de amor olvidado. En su soledad, nos recuerda lo que significa ser humano.
Marciano Dovalina
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