El Niño sin Hambre
En una vecindad olvidada, donde las sombras se cernían más largas que la esperanza, vivía un niño al que el destino le había negado hasta el más mínimo consuelo. Este era el mundo de Diego, un rincón desolado, un retazo de tierra donde incluso el hambre parecía haber renunciado a existir, hastiada de la indiferencia humana.
Diego había aprendido a inhibir el hambre, no por voluntad propia, sino por la cruda realidad de la ausencia de alimento. Sus d en un ciclo interminable de búsqueda: buscaba en el rostro de los transeúntes un destello de compasión, en los contenedores vacíos algo más que desechos, en el cielo, razones para seguir creyendo. Pero lo único que encontraba era la indiferencia, esa fría compañera que le había enseñado a olvidar el dolor que retorcía su estómago, el mismo que hacia unos días dejaba caer pequeños trozos de piel a la merced de ratas y gusanos.
La vecindad, con sus casas desmoronadas y sus calles que eran poco más que senderos de tierra, parecía un reflejo del propio Diego: vacía, abandonada, fracturada. Atrás de la vecindad, existía un mundo material, edificios grandes y modernos, lujosos autos, restaurantes de propinas abundantes, pieles, joyas, una sociedad aparentemente feliz, pero igual de desmoronada, vacía y fracturada que la vecindad. Los adultos, atrapados en su propia desesperación, apenas se dirigían la mirada. Los niños, con sus juegos y risas, parecían pertenecer a otro universo, uno al que Diego no tenía acceso.
En las realidades paralelas, la naturaleza misma parecía haberse rendido. Los árboles, con sus ramas desnudas, se alzaban como monumentos a la desolación; el río que dividía las calles, alguna vez bullicioso, ahora no era más que un hilo de agua que murmuraba secretos de tiempos mejores.
Una tarde, cuando el sol comenzaba a ocultarse tras las colinas, pintando el cielo de tonos que prometían un mañana que Diego sabía que no le pertenecía, estaba sentado entre la basura, recargado en la pared, con su estómago cada vez más expuesto, pasaba frente a él el vejo Elías, el único que no parecía haber olvidado del todo que, en medio de la miseria, aún había vida.
Elías, con su rostro surcado por las arrugas del tiempo y los ojos que aún brillaban con un atisbo de esperanza, le ofreció a Diego no solo un pedazo de pan, sino algo mucho más valioso: una historia. Le habló de un mundo donde la indiferencia no era la reina, donde las manos se extendían no para tomar, sino para dar, donde el hambre no era un maestro cruel, sino un recuerdo lejano.
"El hambre", le dijo Elías, "no solo se siente en el estómago. Es el alma la que sufre más, al ver tanta indiferencia, apatía, envidia, vanidad, crueldad. Pero, mira, aún hay quien se preocupa, aún hay bondad. Aprende a verla, a buscarla, y quizás, a ofrecerla".
Diego escuchó, “el niño sin hambre” se alimentaba de las palabras del viejo, algo dentro de él que había estado vacío durante demasiado tiempo, esa noche despertó, , por primera vez en muchos días, el intenso dolor de un estomago cercenado no fue lo que lo mantuvo despierto, sino un sentimiento desconocido que empezaba a tomar forma en su corazón: la esperanza.
A la mañana siguiente después de muchas historias contadas, Elías se despide y toma rumbo hacia ningún lugar, Diego con ojos cristalinos y una gran sonrisa, voltea la cara al cielo y cae de espaldas contra el suelo, con el estomago totalmente expuesto, pedazos de piel y carne a su alrededor, y una gran fila de ratas alimentándose de él, Diego muere con los ojos llenos de esperanza… que jamás pudo ver.
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