Le temo a los Humanos no a los Marcianos
En la obscuridad de mis pensamientos, donde las sombras se entrelazan con la luz, habita un miedo silencioso, más profundo que el abismo del espacio, más oscuro que la noche sin estrellas. Es un miedo que se arrastra, serpenteante, por las venas de mi existencia: el miedo a los humanos, a nosotros, seres de carne y hueso, portadores de sueños y también de las peores pesadillas.
Observo hacia lo alto, donde la danza cósmica de planetas y cometas narra una historia de maravillas insondables, y siento una curiosidad infantil por los marcianos, esos seres de un mundo distante que quizás nos miran con ojos llenos de misterio.
Pero luego, giro mi mirada hacia la Tierra, hacia nosotros, los humanos. Veo nuestras ciudades, pulsando con el ruido de mil voces, cada una gritando sobre la otra, en un caos de deseo y desesperación. Veo nuestras guerras, nuestras injusticias, nuestra crueldad, el dolor que infligimos unos a otros bajo el sol que nos observa, impávido y eterno.
Le temo a los humanos, a nuestra capacidad de amar profundamente y, sin embargo, de herir con igual profundidad. Le temo a nuestras palabras, que pueden construir universos o destruirlos en un suspiro. Le temo a nuestra ira, a nuestro dolor, a la indiferencia que a veces mostramos ante el sufrimiento ajeno.
En cambio, los marcianos, en su lejano planeta rojo, son todavía un enigma, una posibilidad. En ellos veo el potencial de lo desconocido, una oportunidad para expandir nuestro entendimiento y nuestra empatía más allá de los confines de nuestro mundo. Con los marcianos, hay esperanza, hay misterio, hay un futuro por descubrir.
Así, mientras la noche se cierne sobre mí, con su manto de estrellas y sueños, me quedo pensando en la ironía de mi miedo. Le temo más a lo que conozco, a lo que veo todos los días en nosotros, los humanos, que a esos seres de otro mundo que, por ahora, viven solo en nuestra imaginación y en las estrellas. (Quizás entre nosotros)
Marciano Dovalina
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